El estudio de cualquier escrito bíblico requiere una
aproximación literaria e histórico al mismo para
determinar aspectos generales que lo hagan comprensible.
Es preciso conocer quien fue su autor a fin de determinar
la autoridad del mismo; conocer los destinatarios y las
circunstancias históricas en que vivían, para entender
aspectos abordados por el autor; es necesario conocer la
fecha para determinar el tiempo del escrito que permita
reconocer su pertenencia a los canónicos; es necesario
determinar también las razones que motivaron el escrito,
entendiendo con ello la problemática propia del momento
histórico en que vivían los lectores. No puede tampoco
dejar de considerarse aspectos teológicos propios del
escrito, que determinan el pensamiento del autor y hacen
comprensible las diferentes precisiones doctrinales que
contienen. Finalmente, para estudiar cualquier texto
literario es preciso establecer un Bosquejo Analítico del
mismo que permita establecer las divisiones temáticas de
su contenido a fin de poder abordar un estudio según el
hilo de pensamiento establecido por el autor. Todo ello
hace necesaria la consideración de algunos aspectos que se
consideran en esta Introducción General de la Epístola.
La epístola se inicia con un breve prólogo, a semejanza
del evangelio, pero más breve que aquel, en el que Juan
explica al propósito principal del escrito. El apóstol que
fue testigo presencial del ministerio y obra de
Jesucristo, junto con los otros discípulos, expresó
aspectos de aquella en su evangelio, que ahora recuerda
brevemente y que le sirve para enfatizar la
inalterabilidad del mensaje evangélico. Aquellas buenas
noticias que fueron desde el principio, deben ser
sustentadas y proclamadas sin cambio, para que los
creyentes experimenten la realidad y bendiciones que
reportan la comunión con Dios, en un gozo inalterable.
El prólogo de la epístola, como muchas partes de ella,
tiene una notoria vinculación con el evangelio. Hay una
relación tan íntima y profunda entre los dos escritos que
los hacen notoriamente próximos, aunque mantengan sus
diferencias en cuanto a propósito y contenido. El escrito
arranca desde el principio (1:1), a semejanza del
evangelio, aunque su distinción es notable, refiriéndose
en la epístola al origen del mensaje que se proclama. Sin
embargo la buena noticia del evangelio se refiere al Logos
de Dios que, en un momento de la historia humana, se
encarnó para venir al mundo de los hombres y relacionar a
Dios directamente, vinculándolo con el hombre, mediante la
humanidad del Verbo de Dios, que se manifestó en este
mundo (1:2). La presencia del Hijo de Dios fue una
realidad, visible, audible y tangible (1:2-3a). Sobre la
obra de Jesucristo escribe Juan, para recordar que es en
Cristo y por Él que se alcanza la comunión con Dios y que,
en razón de la unión en Cristo, se extiende a todos los
hermanos, produciendo un gozo profundo al ser
experimentada (1:3-4).
La realidad de la comunión con Dios tiene que producir
consecuencias claras en la vida del creyente. La comunión
trae la experiencia de la participación en la divina
naturaleza (2 P. 1:4) que, entre otras cosas, conduce a
la vivencia de la separación del pecado, en consonancia
con la identificación con Él. Juan dice que “Dios es luz”
(1:5) y esta afirmación no debió ser tomada de algún dicho
del propio Señor -en caso contrario no se conserva en los
evangelios- sino más bien en la consecuencia del
comportamiento del Verbo de vida, en quien siendo luz “no
hay ningunas tinieblas” (Jn. 1:4). De tal manera aquel que
vive en identificación con Cristo -base esencial y
condicional para la comunión con Dios- no debe caminar en
tinieblas. A este Dios que es luz en el sentido de poseer
una perfección moral absoluta, no puede pretender
conocérsele y estar en comunión con Él, desde una vida de
indiferencia a la moralidad establecida en su Palabra.
La experiencia y mantenimiento de la comunión exige que
cada creyente se ajuste a una norma de conducta que Dios
mismo ha establecido, en identificación con Cristo,
viviendo en la verdad y en la luz, como Jesús hizo
(1:5-7). La relación con Dios que exige santidad, se puede
ver enturbiada por el pecado que, en ocasiones, afecta al
creyente. Por tanto es preciso la confesión y
rectificación para el sostenimiento de la vida en la
esfera de la comunión (1:8-10). Finalmente, los fracasos
que todo creyente puede experimentar no deben
desalentarle, sino que la gracia hace provisión de
recursos y da completa seguridad para el que está en
Cristo Jesús, quién es el Abogado que actúa al lado del
Padre en favor de los creyentes (2:1) y la ofrenda
expiatoria de eterno valor, que hace posible la
propiciación con Dios (2:2).